Me detengo en el cruce.
Ninguna figura humana
en el paisaje cotidiano.
Sólo claridad de un rayo de sol
y desde las chimeneas de pie
con unos dedos de cadáveres quemados
no oscila el humo.
No se percibe lo que mueve.
Me apresuré por la calle acostumbrada
hacia mi casa
pero encontré una desconocida vivienda
donde debería estar mi casa.
Si todos me olvidasen,
¿Se desatarían los vínculos con mi vida
y desaparecerían todas las figuras de mis ojos?
Quise retroceder
pero no encontré el camino.
Subí por la escalera del edificio
apenas reconocido.
Al abrir la puerta encontré
la habitación donde mi padre y yo
nos hospedamos en un viaje
de días lejanos.
Era una huesa repleta de pasados
donde los polvorientos, marchitos y pobres
pero los únicos verdes vivos
brotaban como los cabellos enroscados en un cráneo.
En algunos huecos al lado muchos conocidos
vivían su última y definitiva residencia.
La realidad llegó hasta mi visión.
Cuando el llanto y el estremecimiento me sacudieron del fondo
y me cubrieron totalmente,
me uní cabizbaja
con la multitud muerta.
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